Dos experimentos con tres elementos…
Seguramente os preguntareis que pueden tener en común un litro de aceite, una sandia de nueve kilos y un litro de vino. Para muchos a nivel solo son conceptos cotidianos que por separado tienen su momento dentro de nuestras vidas. Para supuso el punto de inflexión entre un antes y un después.
Mi espíritu inquieto, aventurero e investigador, me llevo de joven a realizar ciertos experimentos. Algunos de ellos, no tuvieron ningún tipo de repercusión y por lo tanto voy a omitirlos. Además, los que realmente cambiaron mi futuro, son sin duda los tres que voy a contar.
La sandia.
Corría el mes de julio marzo de mil novecientos sesenta y cuatro. Un día cualquiera. Pero mi empeño hizo que se convirtiera en un sin fin de despropósitos. Esa mañana, en la televisión española, hicieron un reportaje sobre los hombres fuertes del país vasco y sus tradiciones. Recuerdo como si fuese ahora mismo a unos jóvenes, que el comentarista llamaba “aizcolaris”, que hacha en mano, se dedicaban a cortar troncos de árbol a una velocidad endiablada. No tenía ninguna hacha a mano, pero de haberla tenido, seguramente algún mueble de casa hubiera terminado en astillas o quizás el poste del tendido eléctrico que se encontraba en las puestas de la casa donde vivíamos. A continuación salio un tal José Manuel, apodado “Endañeta” un levantador de piedras. (Harrijasotzaile) En este caso, con una cilíndrica de cien kilos. Me sentí atraído y fascinado por esa facilidad pasmosa que tenia el susodicho “Endañeta” quien incluso dio facilidades a sus rivales. Al ver esa exhibición quise convertirme en el primer levantador de piedras catalán. Mi madre se presento en casa con una enorme sandia de alga más de nueve kilos. Casi redonda. Con unas franjas que le daban un toque de modernidad al deporta que ya me pasaba por mi cabeza. Aproveche un descuido de mi madre para hacerme con mi piedra redonda. Me encerré en mi cuarto y empecé con mi particular entreno. A duras penas ponía con la sandia. Pero claro… una cosa es haber nacido en el país vasco y otra muy distinta, hacerse el vasco. Sin duda estaba un tanto influenciado por un simpático y forzudo personaje del TBO llamado Josechu el vasco.
El resultado es que después de un levantamiento que me había quedado de película, y por la fuerza de gravedad que esgrimía sobre mi hombro los nueve kilos de sandia, esta, se cayó desde mi metro y pocos centímetros al suelo. Un fuerte ruido y al reventarse, esparció de trozos rojizos y pepitas diseminados por toda la habitación.
Mi madre entro con cara de sorpresa. Mi padre, recién llegado con animo justiciero y yo, un pobre deportista que apuntaba maneras, supe lo que significaba pasar un verano de vacaciones en casa, sin televisión y con clases de repaso extras.
El aceite de girasol y la bota de vino
Un año después, sorprendí a mi madre, dejando la botella del aceite, boca abajo dentro de un vaso. Le pregunté porque lo hacia y me dijo que era para escurrir la ultima gota de aceite. Eso me llevo a pensar el por que siempre quedan gotas dentro de una botella. Incluso aunque solo contuviese agua. Siempre hay gotas individuales que huyen de la colectividad y se aferran es un saliente minúsculo e invisible a nuestros ojos.
Ante tal enigma, decidí investigar por mi parte. Eso si, usando el material que la cocina de mi madre que ponía a mi disposición, cuando ella salio de casa para hacer la compra. Un botella probeta de aceite de girasol Carbonell estaba dispuesta para lo que sin duda alguna, representaría un avance en la ciencia. La abrí con sumo cuidado y como no sabia en donde depositar su contenido, empecé a buscar algún recipiente idóneo. Solo encontré la bota de vino de mi padre. Así que vacié el vino en un par de vasos y llene de aceite la bota, pensando en que una vez terminado el experimento, podría dejarlo todo exactamente igual que como estaba. Los vasos de vino los situé debajo de mi cama, para no levantar sospecha alguna.
Las cosas siempre se complican. La ley de Murphy lo dice bien claro, pero yo leí el libro una vez talludito de edad. Con mis siete años recién cumplidos, poco sabía yo de complicaciones. El caso es que llego mi padre al mediodía, y después de comer, tomó la bota y se fue a trabajar un poco al huerto donde se distraía y me enseñaba las virtudes de las zanahorias, patatas y cebollas cultivadas con abono orgánico. Cuando me di cuenta… era demasiado tarde.
A todo esto, nuestro querido gato se había relamido casi un vaso de vino de los dos que escondí. Salio, maullando canciones de amor a la luna que aun no había salido, caminando de lado a lado de pasillo. Mi madre arrodillada le preguntaba…
.-Que te pasa minino, que te pasa? Por que caminas así?
Yo me quería fundir dentro del armario donde me refugie, cuando escuche entrar a mi padre, balbuceando en voz alta y con la camisa manchada de aceite.
Todo fue un malentendido de investigación. Un cúmulo de despropósitos que termino con el ya clásico, castigo veraniego. Más clases, menos juegos. Y prohibido acercarme a la cocina.
Mis padres nunca entendieron que en mi había un científico en ciernes. Esa tarde, abrace entre sollozos el gatito y me fui a dormir en un rincón de mi habitación…
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