Ayer día 24, personalmente lo definiría como
complejo por todo lo vivido y difícil por volver a encontrarme con la
desesperación, de quienes lo perdieron todo en un lapsus de tiempo corto. No se
puede asimilar fácilmente y mucho menos hacerse a la idea que todo aquello que
uno había conseguido mediante su esfuerzo y sacrificio, el acto incontrolado de
un sujeto, les llevó a perderlo todo, pasto de las llamas (según dicen)
intencionadas.
En la calle Pedro de Oña, quien recorre
serpenteantemente una de las partes más altas del Cerro Mariposas de Valparaíso,
35 viviendas fueron arrasadas por un incendio que según se sospecha fue
intencionado. Un lugar de difícil acceso y sin llaves de agua por culpa de la
falta de presión. (Según me cuentan)
Con el entorno lleno de maleza seca después del
verano, el fuego se propago rápidamente desde La Cruz para iniciar un ascenso
por la ladera hasta terminar convirtiendo en ceniza la ilusión, el bienestar y
el esfuerzo de muchos años de las familias que allí vivían. Dentro de lo que
cabe y tal como fue el incendio, no hubo que lamentar daños personales.
Sin darme cuenta, estaba haciendo amigos en unas circunstancias muy complejas, mientras caminaba por las diferentes estancias de
lo que hasta ayer mismo eran las habitaciones de una familia, la cocina de otra
o la sala de estar de Doña Isabel, los minutos se iban sucediendo y después de
cada paso dado, era más difícil tragar saliva.
Las historias de esfuerzo
convertidos a cenizas golpeaban fuertemente en la sensibilidad de quien escribe
estas palabras.
Ver llegar a Doña Elvira y su marido Don Ernesto a
enfrentarse con triste realidad de ver, como de su casa solo quedaban las
cuatro paredes, puesto que de todas las siniestradas, era la única que estaba
hecha de solido concreto.
Don Ernesto mantenía una aparente calma, aunque su
rictus a veces dejaba entrever una profunda y doliente tristeza. Doña Elvira,
era de un llanto arraigado al dolor que le proveía del alma al ver la sinrazón
que le rodeaba sin terminar de comprender lo que les estaba sucediendo.
Don Ernesto me contó entre las cuatro paredes de
lo que fue su casa, que llevaba unos 38 años viviendo allí. Con el esfuerzo del
trabajo, del ahorro y de privarse de muchas cosas, habían conseguido tener su “ranchito”
para vivir y salir adelante. Una frase suya, me definió la triste realidad con
la que se enfrentaba a partir de ese mismo instante…
.- Uno, a los ochenta y tantos, ya no tiene manos
para trabajar.
Hablé poco con las personas, pero las escuché todo
lo que pude. Me olvidé en muchos momentos que era el fotoperiodista y que tenía
que ser más frio en esto del dolor ajeno. Quizás no me dé cuenta y me esté
haciendo viejo a marchas forzadas… sin mucho esfuerzo.
Enfrentar la cámara al desborde de los
sentimientos de quienes sufren la desgracia en ese momento se me hizo
complicado en algunos momentos.
Intente por momentos encontrar el equilibrio
visual que siempre esconden las desgracias, mediante algún encuadre diferente o
un simple detalle donde la composición primase sobre tanto infortunio.
Critiqué, critico y seguiré criticando la deplorable
actitud de ciertos comunicadores televisivos que llegaron con la arrogancia de
sus contratos millonarios convirtiendo el
noble trabajo de informar en un autentico show para que el morbo de la desdicha
ajena llenase minutos y minutos en la pequeña pantalla televisiva.
Mostrar el dolor ajeno, es un acto tan delicado
que uno puede llegar a pasar fácilmente la línea donde la ética personal y
profesional te hacen ser más persona o un ser casi despreciable. Y digo casi,
por aquella prudencia que tiene uno al no querer ser llamado extremista.
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