Viendo las imágenes del tsunami en la costa japonesa provocado por el terremoto del pasado jueves, no puedo dejar de pensar en el tsunami que asoló parte del sur chileno el 27 de febrero del 2010 provocado por otro terremoto de gran magnitud, 8.8 en la escala Ritcher.
Comparando las imágenes de los dos desastres, poca diferencia hay. La fuerza de una de estas olas es tan colosal que pocas cosas resisten su envite. Imaginárselo, es simplemente intentar comprender lo incomprensible.
Todos, creo que en alguna ocasión hemos saltado en la playa contra una ola, cuando esta se acercaba a nuestra posición. Un juego infantil que me viene a la memoria sin dejar de pensar en las consecuencias de una masa de agua, con un mínimo de cuatro metros de altura, avanzando a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, disolviendo literalmente todo aquello que se encuentra a su paso.
Japón y Chile están dentro de una herradura de fuego. Por eso, cuando uno tiene un terremoto, el otro recibe las consecuencias del tsunami que se genera. En 1960, el terremoto de Valdivia, de grado 9.5, envió un tremendo tsunami a Japón, causando más de un centenar de muertos y otros cincuenta en Hawái. En la costa chilena, su efecto fue tan devastador que sobre las seis mil personas perdieron la vida. Amén de los desaparecidos.
Esta es la principal razón por la cual en Chile había tanta preocupación por las consecuencias imprevisibles de la llegada del tsunami a sus costas.
El gobierno decidió prevenir antes que curar. Ordenó desalojar todo el borde costero. Principalmente aquellas zonas que con anterioridad ya hubieran padecido alteraciones de la marea en su costa. La mayoría de los pescadores, sacaron sus botes de las caletas, subiéndolos hasta unos metros por encima del nivel del mar, intentando protegerlos por lo que pudiera pasar. Los habitantes que residían a primera línea de mar, optaron por hacer caso de la alerta que más tarde se transformo en alarma. En Valparaíso, se declaro estado de excepción. Una situación comprensible si analizamos los comportamientos de ciertos grupos en momentos complicados.
Afortunadamente, todo quedó en la incertidumbre lógica del temor por lo que podría haber sucedido.
Pie de foto: “Murka” es una pequeña perrita cruzada. Su padre es un ejemplar de la raza de origen japonés Akita y su madre, una perra callejera chilena con los genes de un pastor alemán.
Hace unos meses, esta simpática perrita descubrió el Océano Pacifico. Se quedaba largo rato como si tuviera la mirada perdida en el horizonte. Como si supiese que en línea recta, estaba el origen de sus genes.
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